Recuerdo a María, una mujer de 85 años con una vida llena de historias y experiencias, pero también de cultura, percepciones y sentimientos. En su último tramo, más que asistencia médica, necesitaba que alguien la escuchara, que alguien comprendiera su anhelo de trascendencia. “¿Qué quedará de mí cuando ya no esté?”, me preguntó un día con la mirada perdida. Acompañarla no solo significó ayudarla con sus necesidades físicas, sino también sostener su necesidad de sentido, de sentirse parte de algo más grande que su cuerpo frágil y sus años acumulados.
En los años de acompañante a personas y de una manera u otra manera, “mi radar” ha escuchado, percibido la necesidad de ser compartidos sentimientos de transcendencia o espiritual; y es que, en el ámbito del cuidado, hablar de espiritualidad puede parecer, a primera vista, un tema secundario frente a cuestiones más tangibles como la atención médica, la autonomía funcional o los recursos disponibles. Sin embargo, si adoptamos el enfoque de la Atención Integral Centrada en la Persona (AICP), pronto nos damos cuenta de que la espiritualidad es un pilar fundamental en la dignidad y bienestar de quienes requieren cuidados.
La AICP, promovida por la Fundación Pilares para la Autonomía, parte de un principio irrenunciable: cada persona es única y, por lo tanto, su cuidado debe responder a sus valores, preferencias y necesidades. Esto incluye su dimensión espiritual, entendida no solo en términos religiosos, sino como el conjunto de creencias, significados y propósitos que dan sentido a su existencia.
Espiritualidad: más allá de la religión
Uno de los errores más comunes al hablar de espiritualidad es reducirla a la práctica religiosa. Si bien la religión puede ser un vehículo para la expresión espiritual, no es el único. Muchas personas encuentran sentido en la naturaleza, en el arte, en las relaciones humanas o en la contribución a la comunidad. En el contexto del cuidado, respetar y fomentar estos elementos es tan importante como atender las necesidades físicas.
Por ejemplo, en el caso de personas mayores o en situación de dependencia, la pérdida de autonomía puede generar una crisis de identidad y de sentido. ¿Quién soy si ya no puedo valerme por mí mismo? ¿Cuál es mi lugar en el mundo si ya no puedo desempeñar los roles que me definían? Responder a estas preguntas desde el cuidado implica mucho más que asistencia técnica; requiere un acompañamiento que valore la historia de vida, los anhelos y las creencias de la persona.
Cuidados con sentido
Incorporar la espiritualidad en los cuidados no significa imponer una visión particular, sino crear espacios donde la persona pueda expresar y alimentar aquello que le da sentido a su vida. Esto puede traducirse en acciones sencillas, pero profundamente significativas: escuchar sin prisa, respetar los rituales y costumbres personales, facilitar el contacto con la naturaleza, promover la participación en actividades con significado o simplemente estar presente con empatía y calidez.
El cuidador tiene aquí un papel clave. No se trata solo de profesionales con habilidades técnicas, sino de personas que establecen vínculos de confianza, que comprenden la importancia de la historia vital del otro y que saben que el bienestar no se limita a lo físico. La capacitación en enfoques humanistas y en comunicación empática es esencial para que el cuidado sea realmente integral. Nos queda un gran trabajo en la formación de cuidadores en esta área.
El desafío de humanizar los cuidados
En un contexto en el que los sistemas de atención a la dependencia enfrentan desafíos de sostenibilidad y eficiencia, la dimensión espiritual a menudo queda relegada a un segundo plano. Sin embargo, es precisamente en momentos de vulnerabilidad cuando más necesitamos reafirmar nuestra humanidad. Apostar por una AICP implica reconocer que cuidar no es solo asistir, sino acompañar; no es solo prolongar la vida, sino darle sentido hasta el final.
Las políticas públicas y las instituciones de atención deben asumir este reto, incorporando la espiritualidad en sus modelos de intervención. Esto pasa por reconocer la diversidad de experiencias y creencias, por garantizar espacios para la expresión personal y por formar a los cuidadores en un enfoque que trascienda la visión puramente asistencialista.
La espiritualidad, en definitiva, no es un lujo ni un complemento en el cuidado. Es una dimensión esencial de la dignidad humana. Atenderla no solo mejora la calidad de vida de quienes requieren cuidados, sino que nos recuerda que, en última instancia, todos somos vulnerables y que el verdadero cuidado es aquel que nos reconoce en nuestra plenitud.
Juan Ignacio Vela Caudevilla
Patrono de la Fundación Pilares