Hace ocho meses mi vida dio un cambio radical. Hace ocho meses dejé mi puesto de directora de una residencia de personas mayores para proseguir mi vida en otra comunidad.
Y allí dejé a mis compañeras desde hace veinte años y a mi abuela, que se había trasladado al centro, tras quedarse viuda, para sentirse acompañada por su única nieta. Y hace dos meses nuestra vida volvió a cambiar, y esta vez radicalmente. Ya no podía visitar a mi abuela, ni ver a mis antiguos compañeros; teníamos que quedarnos confinados con ese maldito “estado de alarma”. Y nuestras cabezas también se alarmaron, y empezaron a dar vueltas, a no parar de pensar.
Pensar en nuestros familiares en primer lugar, rezando por su salud, ansiando que el centro no saliese en las noticias, rogando para que el virus imparable no entrase en la residencia. Pensar en los compañeros, en la angustia que estarían viviendo, los miedos, la ansiedad… Y pensar también en mí misma, maldiciendo no poder estar allí ayudando, organizando mil formas de atención a los residentes, pensado en maneras creativas que permitiesen que su vida siguiese con normalidad, que pudiesen seguir con su proyecto de vida dentro de las limitaciones que nos habían impuesto.
He sentido rabia, angustia, desesperación, tristeza, impotencia… Y todo esto aun sabiendo que mi abuela estaba en las mejores manos y que mis compañeros no lo podrían hacer mejor. Desde el primer momento no han estado aislados en sus habitaciones, si no que, siguiendo todas las medidas de protección posibles, han conseguido que las personas mayores pudiesen socializar entre ellos, les han dado los abrazos y besos que nosotros, los familiares, no podemos darles, y han puesto todos los medios para que no se sintiesen solos.
Pero a nosotros, como hijos o nietos, nos falta el contacto, esa caricia de más de 96 años que nos dice “tú no te preocupes, hija, que yo esto bien”, ese beso cargado de cariño, esa conversación banal sobre lo que ha comido o la última “fechoría” de su compañero de mesa. Y se te rompe el alma cuando en videoconferencia te pregunta que cuándo vas a verla, y le explicas que de momento no se puede viajar y asoma en sus ojos una gota de decepción acompañada de las palabras “no pasa nada, lo entiendo” …
Personalmente, a esto hay que sumarle la impotencia que siento por no poder hacer nada, porque lo único que puedo hacer a 300 km de distancia es mandarles a mis compañeros y amigos toda mi energía, hablar con ellos por si necesitan consuelo, apoyo o un hombro “virtual” sobre el que gritar. Sí, gritar por la incomprensión que muchas veces tiene la sociedad, por demonizar injustamente el trabajo de los centros, por no sentirse apoyados por la administración.
Y a mí me encantaría gritar a los cuatro vientos que en los centros se trabaja por y para los residentes, que la Residencia San Blas de Fabero ha conseguido que a día de hoy, no haya ninguna persona contagiada, que las personas que conviven en el centro puede que estén confinados físicamente del mundo exterior, pero no están aislados porque sus trabajadores han dado el mil por cien para mantener su autonomía, para que no pierdan movilidad ni aumente su deterioro cognitivo y para que no asomen lágrimas de tristeza por no ver a sus familiares; y si alguna vez han aparecido, han sabido consolar y animar.
Durante todos estos días, mis aplausos a las ocho de la tarde iban dirigidos a ellos y a todas esas personas mayores que a pesar de las circunstancias han sabido mantener su dignidad.
Todavía no sabemos cuándo podremos volver a vernos físicamente, y eso duele, duele enormemente, pero estoy completamente segura de que ese día será inolvidable para todos y podremos, por fin, darnos ese abrazo que hemos estado guardado en estos meses.
(Relato de Lucía Rodríguez para la I Convocatoria de Relatos en primera persona sobre el coronavirus en el ámbito de los cuidados de la Fundación Pilares.)