Todas las decisiones tienen consecuencias y reflejan de alguna forma lo que consideramos prioritario. ¡Hay que controlar la pandemia a toda costa, cueste lo que cueste, caiga quien caiga!
Creo que quienes están pagando una parte importante del precio merecen que pensemos en ellos. Lo que explico a continuación es una imagen ficticia formada por un mosaico de experiencias reales que varios profesionales me han explicado durante las últimas semanas.
Doña Beatriz se despierta sentada en un sillón en una habitación que no ve como suya. Lleva una hora así desde que alguien sin cara que no conoce entró y le dijo algo que ella no entendió. No puede levantarse, lo ha intentado varias veces, pero un cinturón blanco y ancho se lo impide. Tiene una sensación extraña, como si la cabeza le flotase. Necesita ir al lavabo, intenta hablar. No aguanta más. Ya está. Ahora se nota sentada sobre algo húmedo y tibio. Como si viviese bajo una manta muy pesada sus brazos se rinden ante el esfuerzo de levantarse. Al cabo de unos segundos Doña Beatriz vuelve a dormitar.
Desde que ha empezado la crisis provocada por la pandemia de coronavirus, las residencias de mayores, concebidas como sustitutos del hogar, han cambiado radicalmente su funcionamiento.
Doña Beatriz tiene 82 años y vive afectada por un deterioro cognitivo que antes del ingreso le impedía llevar una vida normal y, una vez en la residencia ha ido empeorando. Llevaba un año en su nueva casa cuando estalló la pandemia. Entonces, a pesar de la demencia, su vida era en apariencia bastante satisfactoria, basada en unas rutinas que le hacían sentirse bien. La residencia intentaba que siempre atendiesen a doña Beatriz las mismas auxiliares, la misma habitación, compartida con otra residente que tenía un perfil parecido al suyo. La misma decoración, con elementos que sus familiares trajeron de casa. Bastante libertad de movimiento por la planta de la residencia. A doña Beatriz le gustaba mucho caminar y se pasaba el día de un sitio a otro dentro de un entorno controlado. De hecho, cuando su hija venía a visitarla, tres o cuatro días a la semana, se pasaban todo el rato del brazo, de una punta a otra del pasillo o salían a dar una vuelta a la manzana. La médico del centro solía decir que esa actividad física y las salidas a tomar el sol le hacían un gran bien a doña Beatriz.
Todo cambió hace dos meses, a principios de marzo de 2020. Primero fue la prohibición de visitas y entradas a la residencia de personas ajenas. Al cabo de poco tiempo el coronavirus se manifestó en el centro cobrándose la vida de tres residentes. Alrededor de un 20% de los trabajadores pasaron a estar en situación de baja laboral por haber tenido contacto con los enfermos. Entre ellas, una de las auxiliares que solía levantarla y hacerle el aseo por la mañana.
Doña Beatriz notó en seguida los cambios y la tensión pasando a estar más nerviosa y menos colaboradora en su propio cuidado. Cuando, después de una desinfección del centro llevada a cabo por una unidad militar se pautó la primera sectorización de la residencia se produjo el primer cambio de habitación. De un día a otro Doña Beatriz se encontró en un dormitorio en el que la cama se disponía de forma diferente con relación a la puerta, la ventana y el armario. Ya no tenía las fotos y los adornos que habían traído de su casa. Ya no comía en el mismo comedor ni tenía el mismo pasillo. Se sentía constantemente perdida.
La residencia pasó por días muy difíciles. Sin suficientes EPIs homologados para el personal algunas auxiliares llevaban unas batas blancas que les habían hecho llegar de un matadero local. Mascarillas de diferentes tipos y unas cuantas, gafas de plástico y guantes de diferentes colores.
Estaba confundida, no entendía nada. “¿Quiénes eran los astronautas?” “¿Quiénes eran los ojos sin cara que le miraban y hablaban sin boca?” “¡Déjadme!”, posiblemente pensaba cosas así, pero su comportamiento fue interpretado como agitación y agresividad.
Entonces llegó la segunda sectorización, el segundo cambio de habitación y… el doble confinamiento. Se decidió, por su propio bien y por el de los otros residentes que, doña Beatriz pasase los siguientes catorce días aislada en el dormitorio. Entonces empezaron los gritos.
El centro de salud de la zona ya controlaba por entonces todas las decisiones sanitarias de la residencia. Al cabo de poco se le prescribieron y administraron medicamentos para bajar su nivel de ansiedad y agresividad. Desorientada y mareada doña Beatriz fue encontrada en el suelo del dormitorio por parte de una auxiliar. Se prescribió una contención. “¿Cómo? ¡Pero si hace más de dos años que no las usamos en la residencia!”. Había que hacerlo. Era por su bien.
Con la medicación cesaron los gritos. Con la contención cesó aparentemente la preocupación por las caídas, aunque llegó la incontinencia que se resolvió con el uso de pañales que se cambian a intervalos pautados.
El tercer cambio de dormitorio tras la nueva sectorización pautada fue mucho más tranquilo. Ahora se debe ir con más cuidado al “manejar” a doña Beatriz. Los pocos momentos en que no tiene la contención tiende a caerse y lo hace “a peso”, sin parar el golpe con las manos. Los médicos han corregido la dosis varias veces y han conseguido que no grite, pero se mantenga despierta un buen rato. Ahora come mucho menos y está perdiendo peso. Babea un poco pero… Es por su bien, además ¡Hay que controlar la pandemia a toda costa, cueste lo que cueste, caiga quien caiga!
Cuando acabe todo, guardemos un rincón en la memoria para aquellos a quienes sacrificamos sin preguntarles nada.
(Relato de Josep de Martí para la I Convocatoria de Relatos en primera persona sobre el coronavirus en el ámbito de los cuidados de la Fundación Pilares. Este relato fue publicado en Dependencia.info)